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La gran mentira

El cine, y las artes en general, se erigen en la mayoría de los momentos como reflejos distorsionados de nuestro propio universo. Así pueden representar lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y, en muchos casos, idealizar conceptos que aplicados a la realidad se revelan como grandes mentiras.

Mucha culpa tiene el cine del concepto que tenemos del amor, el sufrimiento o la culpa. Vemos a personajes que lo harían todo por estar juntos, personajes desencajados por haber hecho algo mal, sufriendo el peso de la culpa en todo momento y buscando su momento de expiación al más puro estilo Paul Schrader/Martin Scorsese. Todo mentira. La realidad es más prosaica. El sufrimiento lo intentamos solucionar con una pastillita, la culpa con el autoconvencimiento de nuestra propia verdad (no viene mal rodearse de unos borreguillos que te den la razón) y en el amor, muchos votan por la inercia como motor.

La amistad sea, quizás, el elemento que más juego da en la ficción de cara a idealizar un mundo que no es el nuestro. Porque vivimos en una realidad de seres egoístas a los que se les llena la boca de grandes palabras, sobre todo con dos copas, y no somos más que unos miedosos. Al final va a resultar que Alfonso Guerra llevaba razón con su “el que se mueva no sale en la foto”. Al final nos puede el miedo a no salir en la foto. Y nos quedamos en nuestro sitio sin rechistar no sea que nosotros seamos los próximos en ser recortados.

Y la amistad a un lado que “business is business”.

Y tiene cojones que se me venga a la mente esta escena de Jerry Maguire:

Las mejores películas de la década: El viaje de Chihiro (2001)

En 2001 el Festival de Berlín concedía, por primera vez en su historia, el Oso de Oro a una película de animación. Este hecho provocó que Hayao Miyazaki saliese del reducto de aficionados al anime y se abriese a un público más amplio, que aún así seguía siendo reducido. “El viaje de Chihiro” se podría entender como un “Alicia en el país de la maravillas” convertido en feliz pesadilla.

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La odisea de la niña Chihiro que ve a sus padres convertidos en cerdos, se torna en un viaje iniciático y de crecimiento, en el que la asunción de responsabilidades se convierte en el camino hacia la libertad. Vemos en Chihiro a una niña exigente y testaruda, incluso desagradecida, y aprendemos con ella. Aprendemos a ser pacientes. Aprendemos el valor del esfuerzo. Aprendemos el valor de la responsabilidad. Aprendemos que para ser exigentes con los demás, primero tenemos que ser exigentes con nosotros mismos. Que la libertad conlleva una serie de responsabilidades que debemos asumir. Que la libertad tiene un precio que debemos pagar. Y que si ese precio no lo pagamos gustosamente, la libertad se puede convertir en nuestra peor cárcel. Y que nosotros solos no podemos. Necesitamos ayuda. Pero también tenemos que aprender a dejarnos ayudar. Quién confía en nosotros querrá lo mejor para nosotros, aunque al principio nos parezca lo contrario. Esa confianza debe ser la base del apoyo mutuo, si no mejor dejarlo. Chihiro no se deja ayudar por Haku, pero éste, poco a poco, se va ganando su confianza, Chihiro se hace valiente y acepta el precio que debe pagar, enfrentándose a sus miedos.

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La densidad conceptual aportada por Miyazaki viene apoyada por un despliegue visual sobrecogedor. Aún se me pone la piel de gallina recordando la primera visión de la película. Fue de esos momentos embriagadores donde los sentidos se veían abrumados y casi me da un Stendhal. También recuerdo la llamada de teléfono que hice, totalmente emocionado por lo que acababa de ver. Recuerdo no poder parar de hablar frenéticamente porque pocas veces se tienen esas sensaciones en un cine. Verte golpeado visual y sonoramente. Pero también mentalmente. “El viaje de Chihiro” me hizo sentir feliz. No todo en el cine debe ser pasarlo mal. La felicidad es posible. Hayao Miyazaki me la proporcionó de una forma que pocas veces he vuelto a sentir.



No puede ser

Lars Von Trier

Si es que no puede ser. Y no es culpa de nadie. Tampoco es culpa mía. Empiezo a pensar que lo que estoy pasando ya estaba ahí y lo mío lo único que ha hecho es potenciarlo. En el fondo sé que la sensación de ansiedad siempre ha estado ahí. Pero he sabido camuflarla. La he escondido tanto que ahora lucha por salir a lo bestia. Sé que me tomo una pastilla y se me calma un poco. Pero no quiero depender tanto. O sí.

Me doy cuenta de que se usa la palabra depresión muy a la ligera. No es estar triste. No es estar decaido. No es estar apático. Es otra cosa. Es estar deprimido. La medicación de la mañana no sé si me está haciendo bien. Empiezo a sentirme como Dexter: Insensible. Tal vez sea lo que me hace falta ahora mismo para seguir adelante. No sentir. La de la noche no me hace mucho efecto. Me sigue costando dormir.

Hago el esfuerzo de que no se me note. Y no sé por qué. Pero es que no me sale poner cara de acelga. Y por eso parece que no me pasa nada. Que bueno, que estoy un poco triste por lo mío.

Ya me gustaría a mí que sólo fuese estar un poco triste. Verás tú que acabo como el de arriba.